Tempestades y naufragios
amarras de las anclas y llévalo el viento (…) el cuarto, sobre las anclas que debían ser grandes, y buenos cables, tantos golpes
dio en él la mar que pensando que se hiciera pedazos saltaron en la barca y viniéronse a tierra…"
En caso de tormenta o al chocar con peñas o rocas por "ser la costa muy brava y no haber en ella puerto donde pudiesen surgir", por ejemplo, al frágil cascarón se abre. Como en este relato: " Un navío tropieza en una peña o isleta que no vieron y ábrese por medio. Alguna gente de la del navío quedó asida en la mitad dél,
porque se abrió por medio, y otros algunos asiéronse a las tablas que cada uno cerca de sí pudo hallar.
Destos acaeció que un padre y un hijo juntamente tomaron una tabla y no era tan larga o capaz que por ella, junto ambos,
pudiesen escapar; dijo el padre al hijo: "Hijo, sálvate tú con la bendición de Dios y déjame a mí, que soy viejo, ahogar"".
Se puede imaginar el final, que narra Bartolomé de las Casas. Aparte del naufragio solía ocurrir que los barcos encallaran o chocaran con bajos si no seguían una ruta bien conocida o no se atendía a las instrucciones detalladas. El peligro aparecía, sobre todo, al aproximarse a islas caribeñas, con muchos bajos y arrecifes coralinos, o al entrar en bahías o puertos. Indica Cieza que… "… el piloto que entrare ha de saber bien el río, y si no pasará gran trabajo, como lo he pasado yo y otros muchos por llevar pilotos nuevos." Y añade Vespucio que… "… la ignorancia de quienes gobiernan las naves alarga la ruta sin medida. Tras esta tempestad ni uno solo de nuestros pilotos sabía donde no hallábamos…"
La excesiva confianza, el agotamiento de grumetes y pajes en su oficio sacrificado, la frecuente sobrecarga y vejez del navío explican los accidentes. Y entonces, con el barco encallado, había que echar lastre y procurar salvar lo más posible. Cuenta Bernal Díaz que, en uno de esos casos… " echaron mucho tocino al agua y otras cosas que traían para matalotaje (…) y cargaron tantos tiburones a los tocinos que a unos marineros que se echaron al agua a más de la cinta los tiburones , encarnizados en los tocinos, apañaron a un marinero dellos y le despedazaron y tragaron". Si el barco se iba a pique había que salvarse metiéndose en una de las pequeñas barcas o nadando. Uno se convertía en náufrago, en muchas ocasiones sin la menor idea de dónde se encontraba. Existieron abundantes robinsones españoles que se aclimataron a vivir con los indios no colonizados o que se convirtieron en sus prisioneros. El más famoso de todos esos naufragios fue el de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, sevillano de la expedición de Pánfilo de Narváez que deambuló durante siete años por el sureste de los actuales Estados Unidos. Para orientarse y procurar llegar a tierra de cristianos después de tan larga marcha había que tener cierta experiencia de explorador; había que observar todos los indicios de ríos, montañas y tierras, pues si está "clavada a la manera que suele estar tierra donde anda ganado" será tierra poblada por españoles. Habrá que cuidar también la orientación, pues… "… siempre tuvimos por cierto que yendo la puesta del sol habíamos de hallar lo que deseáramos".