Tempestades y naufragios

El cronista Cieza de León, al referirse al Nuevo Mundo indica:

"… en cuya navegación y descubrimiento de tantas tierras el prudente lector podrá considerar cuántos trabajos, hambre y sed, temores y peligros y muertes los españoles pasaron; cuánto derramamiento de sangre y vidas suyas costó…"

En el S. XV los hombres vivían sometidos a los designios de la Providencia. Y los marineros ya sabían que el mayor peligro en el mar, tras el hambre, la sed y la enfermedad era la tempestad. Los ligeros cascos de naos y carabelas, hechos para sostener un inmenso velamen que sirviera de fuerza propulsora, en caso de tempestad debían replegar todas las velas, dejarse llevar y confiar en la suerte. A veces la tempestad duraba tantos días que más que la habilidad marinera ponía a prueba simplemente la capacidad humana de resistencia. Sólo cuando en el S. XIX se introduzcan velas mejores y más pequeñas, podrán salir las naves de una tempestad con ciertas probabilidades de no perder el rumbo.
La expresión escueta sería:

"… dióles una dura tormenta que les hizo mucho daño…"

Otras, más coloristas, añadirán detalles:

" Vino tan desaforada tormenta que a los ojos de todos se hundieron los dos navíos (…) El otro arrebatólo el viento rompiendo las

 amarras de las anclas y llévalo el viento (…) el cuarto, sobre las anclas que debían ser grandes, y buenos cables, tantos golpes

dio en él la mar que pensando que se hiciera pedazos saltaron en la barca y viniéronse a tierra…"


Y esta es la descripción de Colón de una experiencia similar:

" La tormenta era terrible , y en aquella noche me desmembró los navíos; a cada uno llevó por su cabo sin esperanças salvo de muerte; cada uno d´ellos tenía por cierto que los otros eran perdidos (…) Ochenta y ocho días avía que no me avía dexado espantable tormenta, atanto que no vide el sol ni estrella por mar, que a los navíos tenía yo aviertos, a las velas rotas y perdidas, anclas y xarcias, cables con las barcas y muchos bastimentos, la gente muy enferma (…)Nueve días anduve perdido sin esperanças de vida. Ojos nunca vieron la mar tan alta, fea y hecha espuma (…) Es cielo jamás fue visto tan espantoso. Un día con la noche ardió como forno y assí echava la llama con los rayos, que cada ve mirava yo si me avía llevado los másteles y velas. Venían con tanta furia y espantables que todos creíamos que me avía de fundir los navíos. En todo este tiempo jamás cessó agua del cielo, y no para dezir que llovía, salvo que resegundava otro diluvio. La gente estaba ya tan molida que deseava la muerte para salir de tantos martirios. Los navíos ya avían perdido los vezes las barcas, anclas, cuerdas y estavan abiertos, sin velas…"

Y esa pesadilla equivale a un accidente que, al alejar por de la ruta por caminos inesperados, en ocasiones genera descubrimientos, como el caso de las islas de Cabo Verde en 1.456, o las costas del Brasil por Vicente Yáñez Pinzón en enero del año 1.500

En caso de tormenta o al chocar con peñas o rocas por "ser la costa muy brava y no haber en ella puerto donde pudiesen surgir", por ejemplo, al frágil cascarón se abre. Como en este relato:

" Un navío tropieza en una peña o isleta que no vieron y ábrese por medio. Alguna gente de la del navío quedó asida en la mitad dél,

porque se abrió por medio, y otros algunos asiéronse a las tablas que cada uno cerca de sí pudo hallar.

Destos acaeció que un padre y un hijo juntamente tomaron una tabla y no era tan larga o capaz que por ella, junto ambos,

 pudiesen escapar; dijo el padre al hijo: "Hijo, sálvate tú con la bendición de Dios y déjame a mí, que soy viejo, ahogar"".



Se puede imaginar el final, que narra Bartolomé de las Casas.
Aparte del naufragio solía ocurrir que los barcos encallaran o chocaran con bajos si no seguían una ruta bien conocida o no se atendía a las instrucciones detalladas. El peligro aparecía, sobre todo, al aproximarse a islas caribeñas, con muchos bajos y arrecifes coralinos, o al entrar en bahías o puertos. Indica Cieza que…

"… el piloto que entrare ha de saber bien el río, y si no pasará gran trabajo, como lo he pasado yo y otros muchos por llevar pilotos nuevos."

Y añade Vespucio que…

"… la ignorancia de quienes gobiernan las naves alarga la ruta sin medida. Tras esta tempestad ni uno solo de nuestros pilotos sabía donde no hallábamos…"
 

La excesiva confianza, el agotamiento de grumetes y pajes en su oficio sacrificado, la frecuente sobrecarga y vejez del navío  explican los accidentes. Y entonces, con el barco encallado, había que echar lastre y procurar salvar lo más posible. Cuenta Bernal Díaz que, en uno de esos casos…

" echaron mucho tocino al agua y otras cosas que traían para matalotaje (…) y cargaron tantos tiburones a los tocinos que a unos marineros que se echaron al agua a más de la cinta los tiburones , encarnizados en los tocinos, apañaron a un marinero dellos y le despedazaron y tragaron".

Si el barco se iba a pique había que salvarse metiéndose en una de las pequeñas barcas o nadando. Uno se convertía en náufrago, en muchas ocasiones sin la menor idea de dónde se encontraba. Existieron abundantes robinsones españoles que se aclimataron a vivir con los indios no colonizados o que se convirtieron en sus prisioneros.
El más famoso de todos esos naufragios fue el de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, sevillano de la expedición de Pánfilo de Narváez que deambuló durante siete años por el sureste de los actuales Estados Unidos. Para orientarse y procurar llegar a tierra de cristianos después de tan larga marcha había que tener cierta experiencia de explorador; había que observar todos los indicios de ríos, montañas y tierras, pues si está "clavada a la manera que suele estar tierra donde anda ganado" será tierra poblada por españoles. Habrá que cuidar también la orientación, pues…

"… siempre tuvimos por cierto que yendo la puesta del sol habíamos de hallar lo que deseáramos".