Repleto de
bártulos, con la tripulación confesada y comulgada, el barco iniciaba su
periplo. Antes de partir era inspeccionado por oficiales de la Casa de
Contratación: las primeras veces en Sevilla, para comprobar que el barco
-pese a todo- podía navegar, para revisar la carga, la identidad de los
pasajeros, la autorización del capitán, las provisiones y el armamento;
después, en Sanlúcar de Barrameda. Desde allí, los barcos ponían rumbo a
las islas Canarias, su primera escala. Superada la escala en las
Canarias comenzaba el largo recorrido. Como hay víveres abundantes, si no
ocurre ninguna desgracia, los barcos seguían su ruta en derechura.
Marineros, grumetes y pajes cuidan de la navegación y del mantenimiento
del buque. La "gente de tierra" se prepara para soportar un aburrido
hacinamiento. Cuidar el barco es como cuidar la propia casa: siempre
hay algo que hacer y siempre hay que estar pendiente de todo. Tareas
habituales eran mantener las cubiertas limpias y expeditas, reparar e izar
velas cuando fuera preciso, atar cabos, trepar por los palos, arreglar
cuerdas y velas, hacer cuerdas nuevas con cabos viejos o remendar redes,
fregar la cubierta y las batayolas, revisar los aparejos y hacer pequeñas
chapuzas y reparaciones. Por la mañana, tan pronto como se ha evaporado
el rocío, había que comprobar que las velas se encontraban en perfectas
condiciones, agitándolas. Para que el barco esté atendido la
veinticuatro horas existe un sistema de turnos de cuatro horas que marineros, grumetes y oficiales
conocían de memoria y respetaban; suele cambiarse a las tres, a las siete
y a las once.
Cada
media hora un grumete canta la hora, al dar la vuelta a una ampolleta o reloj de arena. Era un sistema poco
preciso, sobre todo en días de tormenta, o en momentos de descuido o de
sueño del grumete. La hora podía ajustarse -claro está- a mediodía,
comprobando la sombra del sol, que debía tocar el norte de la aguja de
marear (la brújula) a las doce en punto. El grumete "cantaba" la hora,
añadiendo una cantinela religiosa que todos conocían. Así, al amanecer, el
paje o grumete que había estado de guardia desde las tres de la mañana, al
dar la vuelta a la ampolleta, entonaba:
"Bendita sea la luz y la
santa Veracruz, Y el Señor de la verdad y la Santa Trinidad. Bendita
sea el alma, y el Señor que nos la manda, Bendito sea el día y el Señor
que nos lo envía."
Después rezaba un Padrenuestro y
un Avemaría, para concluir con este saludo:
"Dios nos dé los buenos días;
buen viaje, buen pasaje tenga haga la nao, señor capitán y maestre y buena
compaña, amén. Así faza buen viaje, faza; muy buenos días dé Dios a
vuestras mercedes, señores de popa y proa."
De día renacía la vida a bordo: el nuevo turno de guardia
ocupaba sus puestos. El timonel indicaba el rumbo al capitán de la
guardia, que lo comunicaba a su vez al nuevo timonel. Había un vigía en
popa y otro en proa; los marineros relevados pasaban los cálculos de
velocidad y distancia transcurrida de la pizarra donde los habían anotado
al diario de a bordo.
Los marineros se
desperezaban; estiran la ropa (normalmente dormían con la misma ropa con
la que vivían el resto del día) y se lavan la cara y la manos con el agua
que izan del mar en cubos. Han dormido en diversos rincones de cubierta,
algunos cubiertos con esteras o mantas, otros al abrigo del cordaje. Los
más privilegiados ha extendido una hamaca, invento americano que pronto se
extenderá. Oficiales y viajeros distinguidos han pasado la noche en sus
propios camarotes bajo cubierta y sobre tarimas o esteras. El capitán ha
dormido en su recámara, cubierto con colcha de lana. Pero si la noche
hubiera sido de tempestad o de peligros, habrían estado sin dormir: el
capitán, en pie, controlando todas las operaciones, con la misión clave de
mantener el rumbo y llegar a puerto. Posiblemente tomaran un desayuno
frugal: bizcocho, galletas, algunos ajos, queso o tal vez unas sardinas
saladas. Una de las primeras tareas diarias era la de achicar el agua que el barco "ha hecho" en esa
noche, mediante las bombas de achique, tarea de la que se encargan
carpinteros y calafates. El equipaje de la gente de la mar es muy
exiguo: guardan sus objetos personales en un baúl o arca, que a veces
comparten con otros. Escasa es también su indumentaria. Y pintoresca. No
existe uniforme ni preocupación alguna por ir vestidos todos igual. Suelen
llevar camiseta de lana, blusa, tal vez capa corta, calzas, un capuz o
cogulla y un bonete rojo de lana con vueltas azules, tal vez el único
distintivo claro de marinero. Suelen ir cubiertos de lana de pies a
cabeza. Y como rara vez se denudan o se bañan todo el cuerpo, cabe
imaginar cuál sería el tufo habitual a bordo. Claro que la higiene de
los marineros no era inferior a la higiene normal de la época.
Pese al
hacinamiento, la ventilación
en cubierta estaba
garantizada, y en época de calmas solían bañarse en el mar. Si había
temporal las cosas cambiaban, sobre todo por la dificultad de secar la
ropa, ya que a bordo el fuego era una amenaza; sólo se enciende para poder
cocinar en el fogón. Si la tempestad se prolongaba (y podía durar varios
días), imaginemos las consecuencias de llevar la ropa de lana empapada.
Bajo cubierta, y como el barco llevaba pocas portas, el aire se renovaba
por escotillas, que se cierran en el mal tiempo, con el hedor
consiguiente. Si había animales a bordo, convivían con los tripulantes en
cubierta y bajo esta. Para satisfacer las necesidades naturales el
procedimiento era muy sencillo y poco discreto. Se defecaba o se orinaba
sobre la mar. Para ello los tripulantes se sujetaban de las cuerdas o del
propio navío, o bien el barco disponía de una tabla que pendía sobre las
olas, a modo de retrete portátil replegable, al que solían denominar "los
jardines". Aunque el agua abunda en el mar, la potable escasea y en
ocasiones constituye un lujo. La alimentación a bordo, con sus excesos
de salazón, no hacía más que provocar sed. Por la tarde, la rutina
marinera continuaba. El piloto o el capitán daban órdenes, que llegaban a
los marineros a través del contramaestre: el sonido del silbato o de sus
gritos eran conocidos y esperados. Podía oírse:
"¡Dejad las
chafaldetas! ¡Alzad aquel brío! ¡Empalomadle la boneta! ¡Levad el
papahigo! ¡Izad el trinquete! ¡Descapillad la mesana!"
Boneta, papahigo,
mesana son, naturalmente, velas. La tradición marinera unía a cada
operación trabajosa, como recoger el cable
del ancla o izar una vela, una canción o cantinela de trabajo que primero
entonaba un solista y luego repetían los demás a coro. Una de estas
letanías, en un italiano chapourreado de marineros, decía así"Bu izá O Dios ayuta noi O que somo -ben
servir O la fede -mantenir O la fede -de cristiano O malmeta -lo
pagano Sconfondi--i sarrabin"
La comida a
bordo. Suponemos que la única comida verdadera -y caliente- era la
del mediodía. No existían cocineros profesionales; algunos marineros
viejos, ayudados por pajes o grumetes, elaboraban como podían, si los
vaivenes del barco lo permitían, guisos con cuanto hubiera disponible en
los enormes calderos, colocados sobre unos trébedes o hierros en el fogón,
que descansa sobre una base de tierra con carbón y brasas. Podían
utilizar vino, aceite de oliva, ajos, tocino, bacalao, sardinas en
salazón, tasajo o carne salada y bizcocho duro o galletas de harina de
trigo almacenado en la parte más seca del barco. Conforme los españoles se
fueron acostumbrando a las Indias, añadieron a su dieta el cazabe o
yuca, que ya en su segundo viaje llama Colón "pan de la tierra, que
le querían más que al trigo". De postre podían tomar miel que, en
general sustituía al azúcar. Para Colón "el mejor mantenimiento
del mundo, y el más
sano" aunque, antes de que se
introdujese su cultivo en el Caribe, resultaba muy cara. Cada cual recibía
su ración en una escudilla de barro o en un plato de madera. La hora del
rancho era un momento bullicioso, salpicado de bromas y chanzas de buen y
mal gusto. Se formaban corrillos de amigos o paisanos y se tragaba la
pitanza, remojándola normalmente con vino, que se conservaba mucho mejor
que el agua. Bartolomé de las Casas, al referirse a la comida que se daba
a los indios, apostilla:
"Negra comida sería la que ellos le
darían, pues lo es siempre la que suelen dar, aun a los pasajeros de su
misma nación."
Y tenía amplia experiencia de
haber cruzado varias veces el océano. Claro que los oficiales o pasajeros
de postín comían aparte y tenían su propia despensa para combatir la
monotonía del rancho marinero.
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